La visión del rey Latino
Antes que Eneas llegara a Italia, el rey Latino recibió muchos presagios que anunciaban el sufrimiento y guerra de los latinos, así como la llegada de un héroe que cambiaría profundamente la suerte de su pueblo.
Había un laurel en medio de la casa, en lo más hondo,
de sagrado follaje y cuidado con reverencia durante muchos años,
que, se decía, el padre Latino en persona encontró y consagró a Febo
[...].
De aquél en lo más alto una nube de abejas
(asombra contarlo) se instaló, llevadas por el aire
transparente con intenso zumbido y se colgó con las patas trabadas
un repentino enjambre de la rama frondosa.
Al punto el adivino dijo [al rey]: «Vemos que llega
un hombre extranjero, y que del mismo sitio viene
al mismo sitio y se apodera de la alta fortaleza.»
Además, mientras los altares perfumaba con castas antorchas
y en pie estaba la joven Lavinia junto a su padre,
se vio (¡qué espanto!) que un fuego prendía en el largo cabello
y ardía todo su tocado entre llamas crepitantes,
abrasado su pelo de reina, abrasada la corona
cuajada de gemas; llena de humo, entonces, la envolvía
una luz amarilla y extendía a Vulcano por toda la casa.
Contaban esta visión como algo horrible y asombroso,
pues anunciaba que ilustre y famoso sería su propio
destino, pero que gran guerra habría de traer a su pueblo.
[...]
De la hondura del bosque le llegó una voz repentina:
«No pretendas casar a tu hija con un matrimonio latino,
oh, sangre mía, ni confíes en el tálamo ya preparado.
Yernos vendrán extranjeros que con su sangre nuestro
nombre llevarán a los astros y cuyos descendientes
todo verán caer bajo sus pies, todo gobernarán
cuanto ve el sol al correr de uno a otro Océano.»
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La batalla final de Eneas
La lucha final entre Turno, el líder de los rutulos, y Eneas decide el destino del Laurento, el territorio donde se fundaría Roma. En un duelo mano a mano, ambos héroes pelean a brazo partido, creyendo tener a los dioses de su lado.
CXL.
»¡Allá! ¡no más tardanzas! ¡Mano a mano
lucharé con Enéas!
¡Déjame trocar en gloria este ocio inerte,
y arder, mientras aliente, en fuego insano!,»
Dice, y salta veloz del carro, y fuerte
Entre hombres y armas por el campo embiste
CXLIV.
Aun bien Enéas de sentir no acaba
aquel nombre de Turno, se apareja
al singular combate
Y desciende saltando de alegría,
Truenan sus armas y el espanto cría.
CXLVII.
Corriendo ellos al campo que la guerra
Suspensa abre a sus ímpetus, distantes
arrojanse las lanzas; luego cierra
uno y otro adalid, con los sonantes
escudos de metal. Gime la tierra;
Golpes dan y redoblan las tajantes
espadas; y de un lado y de otro, a una
asisten el esfuerzo y la fortuna.
[...]
Ve dudar a Turno, y su asta fulminante
vibra Enéas, propicio punto cata
con los ojos, y arrójala distante,
y entero en ella su poder desata.
Terrífico zumbar; así, encendido,
Estalla el rayo en hórrido estampido
[...]
Turno enorme de hinojos derriba.
CXCV
[Eneas] al pecho que delante
tiene, encamina la fulmínea espada
enardecido. Turno en ese instante
a manos siente de la muerte helada
sus miembros desatarse, y gemebundo
su espíritu indignado huye al profundo.
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Fuente: Virgilio, Eneida, libro VII, versos 60 a 100 y libro XII, estrofas 140, 144, 147, 189, 195
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